Giges en negroGiges en negro

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Usar y abusar de tarjetas de crédito tan libérrimas como el ábrete sésamo del cuento atemporal; mirar para otro lado ante la letra pequeña, mediana y hasta bastardilla de una determinada salida a Bolsa; convertir una visita papal en una pingüe inversión a plazo fijo. El listado de ejemplos de la corrupción es agotador. Ante cualquiera de ellos, no resulta fácil saber qué mueve a los autores a arrostrar sus consecuencias, por qué siguen reivindicando hasta el paroxismo una probidad personal imposible y, sobre todo, por qué es tan escasa la reprobación social y continúan sin aplicarse principios que persigan de una vez y para siempre todos esos comportamientos perversos.

Conviene recordar que no estamos ante algún desliz esporádico de ahora mismo, sino ante un auténtico clásico de nuestro inconsciente colectivo. Se dice que el duque de Lerma compró el suelo de medio Valladolid antes de trasladar la Corte a Pucela. Las dudosas prácticas de María Cristina y Fernando Muñoz dieron pie a centenares de coplas todavía demasiado vigentes, y la habilidad ferroviaria del marqués de Salamanca fue en su tiempo admirada y hasta admirable. Solo a Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, los tejemanejes en torno al poder le supusieron una degollina, no tanto por sus malas prácticas sino porque el viento de Palacio pasó a soplar de cara y se lo llevó por delante.

¿Qué hace a todas esas conductas anómalas mantenerse tan juveniles y seguir siendo trending topic generación tras generación desde hace al menos cinco siglos? Quizá influye la falta de una adecuada definición del mal, porque el lenguaje sigue siendo muy abstruso a la hora de calificarlo. Hay una generalizada confusión sobre si son conductas deshonrosas o deshonestas, mientras denunciar la desvergüenza y la inmoralidad parece haber quedado reducido al mundo analógico de nuestros abuelos, y palabras tan precisas como inverecundia o desfachatez a estas alturas ya no las utiliza nadie.

En su tiempo, Salvador de Madariaga intentó poner un poco de orden y separar honradez y honestidad. A su juicio, la primera iba de cintura para arriba, mientras la segunda transitaba desde el mismo punto, pero solo hacia los pies. Fue un buen intento, aunque desde el Tesoro de la Lengua Castellana, de Sebastián de Covarrubias, los dos términos se confunden. De un modo difuso y vago, ambos remiten al honor, ese valor etéreo e inasible donde tradicionalmente buscan excusa y justificación los actos menos éticos y defendibles de nuestra vida pública.

No es casual que siga reeditándose Poder, honor y élites en el siglo XVII, uno de los brillantes estudios de José Antonio Maravall sobre esta cuestión. El historiador apunta en él que el honor se corresponde con el ser, mientras la honra, y por tanto la honradez, dependen del estar. En época de los Austrias, el concepto de honor se vinculó a “una inquebrantable voluntad de cumplir con el modo de comportarse a que se está obligado por formar parte de un alto estamento”. Se trató de un proceso de singularización, que devino en el orgulloso “soy quien soy” que desde entonces viene condicionando los valores y las reglas habituales del comportamiento público. Claro que lo hace de una forma cada vez más sombría y en ocasiones esperpéntica.

Es probable que, a fuerza de ir enquistándose o degenerando, esa búsqueda del honor como elemento de singularización pública haya quedado reducida a una simple parodia nihilista. Desde Rodrigo Calderón hasta las tarjetas black hay una más que evidente fatiga del modelo. Sea como sea, en su momento fue Aristóteles el primero en desligar la ética de la fama o el honor, y en recomendar el sacrificio de los intereses personales en beneficio del comportamiento colectivo. Emilio Lledó suele destacar que el origen de la responsabilidad y de la libertad humanas se corresponde con ese compromiso colectivo de raíz aristotélica, capaz de definir toda una cultura social sobre la que se asienta la moralidad. A la inversa, ese mismo compromiso colectivo sirve para superar el viejo orden homérico, ligado a la fama y al honor del héroe, que con frecuencia termina reducido a la más inclemente y despiadada arbitrariedad.

Como otros muchos pensadores posteriores, Schopenhauer también cree que el origen de la respetabilidad y de la reputación radica en ese honor social, y no en un hipotético honor individual derivado del antañón ser quien se es. En su Tratado sobre el honor, el filósofo alemán recomienda trasladar el sentido de lo honorable desde el añejo orgullo aristocrático de determinadas autoridades hacia un verdadero sentido del honor nacional, construido a partir de los valores sociales comunes que, a su juicio, definen a cualquier colectividad.

Puede sonar exagerado, pero seguir apegados a un sentido del honor más cercano a Calderón de la Barca que a Aristóteles puede estar en el origen de muchos de nuestros problemas endémicos. Es conocido el mito clásico del anillo de Giges, citado por Herodoto y Platón, según el cual el pastor de ese nombre se encontró un anillo mágico que lo volvía invisible. Decidió usarlo para seducir a la reina, suplantar al rey y apoderarse del reino. Un clásico. Desde entonces Giges simboliza la naturaleza injusta y acaso inevitable que, para muchos, preside buena parte de las acciones humanas. Desde luego, no parece que hayamos mejorado mucho con respecto al mito clásico si nos atenemos a los gastos en lencería, clubs de alterne o consumo de marisco imputados hace unos pocos años con las tarjetas black, probablemente la versión que mejor va como anillo al dedo de Giges entre las que nos ha sido dado contemplar en muchos siglos.

Ahora que el prestigio y la reputación vuelven a convertirse en valores centrales asumidos por buena parte de las empresas y sus directivos, no está de más reivindicar ese carácter necesariamente aristotélico y social del prestigio y del honor. En ocasiones, la defensa de la reputación corporativa no pasa de ser un ejercicio de apariencia para despertar simpatías masivas. Semejante simulacro tendría entonces que ver con la tendencia de convertir a las personas o las empresas en meros valores de cambio, figuras estrictamente comerciales tal y como viene denunciando, por ejemplo, Rafael Sánchez Ferlosio. Si se redujese a eso, la reputación corporativa tan solo serviría para publicitar a directivos bienquistos, pero carentes de auténtico prestigio. Por eso, más que calzarles el anillo de Giges, convendría extraer y depurar el verdadero prestigio personal y corporativo de unos y otros. Va siendo hora de devolver el esperpento a la ficción y de conseguir que la historia de España deje de ser esa casa de orates a la que nos condenó don Ramón del Valle-Inclán.

 

Escrito por Juan Carlos Burgos, Gerente Comunicación Financiera en LLYC.